Se cumplen cinco años del anuncio mundial de la catástrofe. El 11 de marzo de 2020, el mundo contuvo la respiración. La Organización Mundial de la Salud (OMS) declaraba oficialmente la pandemia de COVID-19. Para muchos, fue el anuncio de algo que ya se sentía en el aire, la incertidumbre, el miedo, la sensación de que la normalidad estaba por romperse.
Las imágenes que llegaban desde China eran cada vez más inquietantes. Pasillos de hospitales abarrotados, médicos con trajes de bioseguridad colapsando por el cansancio, gritos ahogados de pacientes que no podían respirar, gritos, empujones. En redes sociales circulaban videos de cuerpos inmóviles en las calles, de ambulancias que no daban abasto y de fosas comunes improvisadas en cementerios saturados. Wuhan se convirtió en el epicentro de una pesadilla que nadie entendía del todo, pero que pronto tocaría cada rincón del planeta.
Pocas veces en la historia moderna la humanidad se había detenido por completo. Aquel marzo de 2020, los aeropuertos cerraron, las ciudades se vaciaron, los negocios bajaron cortinas y los eventos masivos se convirtieron en recuerdos lejanos. Las compras de pánico se apoderaron de supermercados y farmacias. Se acabaron el papel higiénico, los desinfectantes, las mascarillas. En pocos días, la vida cotidiana dejó de existir tal como la conocíamos.
Los noticieros transmitían imágenes de hospitales en Italia desbordados, de pacientes intubados en estacionamientos de Nueva York, de filas interminables de ataúdes en España. América Latina no tardó en sumarse a la crisis. En Ecuador, cuerpos envueltos en sábanas aparecían en las calles, esperando ser recogidos por las autoridades. En México, los primeros casos confirmados provocaron una reacción desigual: algunos entraron en pánico, otros minimizaron la amenaza.
En Tamaulipas, el primer caso se confirmó el 16 de marzo en Tampico. Se trataba de un hombre de 55 años, de origen malayo, que había llegado al estado días antes. Para entonces, el virus ya circulaba en el país, y pronto la entidad comenzó a registrar una escalada de contagios.
El sistema de salud, frágil desde antes de la crisis, comenzó a resentir la presión. Se habilitaron hospitales temporales, se improvisaron áreas de atención en gimnasios y centros de convenciones. Pero aun así, los ventiladores no alcanzaban, el personal médico enfermaba y las imágenes de doctores con cubrebocas marcados en la piel se volvieron parte del día a día.
Las cifras oficiales dimensionan el impacto de la pandemia en Tamaulipas, aunque los números reales podrían ser mucho mayores. Información de la Dirección General de Epidemiología del Gobierno Federal, actualizada hasta junio de 2023, indica que en el estado se registraron 187,320 casos confirmados de COVID-19 y 8,362 defunciones acumuladas.
En Reynosa, una de las ciudades más golpeadas, se contabilizaron 29,337 casos y 1,746 defunciones. Sin embargo, los registros informales y los testimonios de médicos y familiares apuntan a una realidad aún más devastadora. Muchos familiares, amigos y conocidos nos dejaron en los días más complicados, el anuncio constante de vidas perdidas dejó registro en las imágenes y mensajes de las redes sociales.
Los hospitales colapsaron. En Reynosa, el IMSS y el Hospital General se vieron rebasados. Las salas de urgencias se convirtieron en zonas de batalla donde los médicos tenían que elegir a quién dar atención prioritaria. Las farmacias agotaron los medicamentos esenciales, las funerarias dejaron de dar abasto y muchas familias se vieron obligadas a velar a sus muertos en casa. Negocios de la región dedicados a la venta de oxígeno como INFRA estuvieron sumamente llenos de gente en búsqueda de llenar sus tanques para salvarle la vida a alguien.
Las cifras oficiales solo muestran una parte de la tragedia. En el peor momento de la pandemia, los crematorios operaban sin descanso. Muchas personas murieron en sus hogares, sin haber podido acceder a atención médica, y no todas esas muertes quedaron registradas en los conteos oficiales. Muchos otros llevaron a sus familiares a los hospitales… y nunca más los volvieron a ver con vida, recibían la noticia del deceso y después, una bolsa con las cenizas. Una verdadera tragedia por doquier.
Hoy recordamos como la pandemia dejó al descubierto una fractura que ya existía, la desigualdad social. Mientras algunos podían cumplir la cuarentena con la seguridad de un sueldo fijo y acceso a servicios médicos privados, otros enfrentaban la crisis con un dilema imposible: salir a trabajar o no comer.
Cinco años. Qué rápido pasó el tiempo.
En las calles de Reynosa, Nuevo Laredo, Matamoros, Ciudad Victoria o Tampico, los vendedores ambulantes nunca dejaron de ofrecer su mercancía. Los obreros en las maquiladoras siguieron produciendo insumos médicos, autopartes, componentes electrónicos. El riesgo no era opcional. Quedarse en casa o salir por el sustento propio y de la familia.
La brecha entre quienes podían resguardarse y quienes no, fue más evidente que nunca. Las clases en línea dejaron fuera a miles de niños sin acceso a internet, muchos pequeños negocios quebraron, las familias de bajos recursos enfrentaron no solo el miedo al virus, sino la angustia de no saber si habría comida al día siguiente.
En Tamaulipas la actividad económica del estado cayó en su momento por la pandemia. La pérdida de empleos en la industria maquiladora fue significativa. El sector, que en su momento fue esencial para la producción de insumos médicos y equipos de protección, se vio afectado por la disrupción en la cadena de suministro global.
A nivel nacional, la economía sufrió un desplome sin precedentes. El PIB cayó un 17.1% en el segundo trimestre de 2020, la peor contracción en la historia reciente de México. La crisis económica golpeó con más fuerza a los sectores informales, a los pequeños comerciantes, a los trabajadores que no tenían la opción de hacer «home office».
Hágase esta pregunta y responda con sinceridad. ¿Realmente ya olvidamos todo este terrible episodio?
Cinco años después, la pandemia parece un episodio borroso en la memoria colectiva. Los cubrebocas han quedado en cajones, las vacunas son un trámite más en el calendario de salud, las calles están llenas otra vez. Pero las cicatrices siguen ahí.
Los hospitales recuperaron su rutina, pero las pérdidas siguen pesando en miles de familias. La crisis económica dejó estragos que aún no se resuelven, como negocios que nunca volvieron a ver la luz. El miedo se ha diluido, pero la fragilidad del sistema quedó expuesta.
El COVID-19 ya no ocupa titulares, pero el mundo que dejó atrás sigue reconstruyéndose. Y la pregunta sigue en el aire: ¿aprendimos algo?