Todo cambió. Hubo un tiempo en que la vida era simple. Salir a la calle sin preocupaciones, estrechar la mano de un desconocido, llenar un restaurante sin pensar en la distancia entre mesas. Todo eso, que hasta hace poco dábamos por hecho, hoy parece pertenecer a un pasado cada vez más lejano.
La pandemia de COVID-19 no solo alteró la rutina, también modificó nuestra percepción de la realidad. Nos enseñó a ver el mundo con un filtro de precaución constante, a desconfiar de la cercanía, a medir los riesgos en cada decisión cotidiana. Y, con ello, nos arrebató algo que apenas ahora comprendemos en toda su magnitud: la certeza de lo cotidiano.
Es difícil no sentir nostalgia por lo que fuimos. La simpleza de un paseo en familia, la espontaneidad de un abrazo, el ritual casi automático de comprar un helado sin pensar en el peligro latente de tocar el mostrador. Pequeñas escenas que, hasta hace poco, parecían insignificantes y que ahora se extrañan como si fueran lujos inalcanzables.
Pero más allá de la incomodidad y el encierro, hay algo más profundo que pesa en estos tiempos: la vulnerabilidad. He visto en redes sociales cómo conocidos se han contagiado, algunos lograron recuperarse, otros no. Cada historia suma un capítulo a esta crisis global que se siente cada vez más cercana, menos abstracta. El número de casos dejó de ser una estadística fría y pasó a ser nombres propios, rostros familiares, ausencias irremplazables.
Para quienes vivimos con una condición de salud preexistente, el miedo es doble. Como diabético, sé que mi cuerpo es más propenso a sufrir las consecuencias de este virus. Por eso, en casa, la disciplina ha sido clave: minimizar salidas, extremar la higiene, evitar riesgos innecesarios. Aun así, el miedo nunca desaparece del todo. ¿Será suficiente? ¿Hasta cuándo podremos mantenernos a salvo?
Y, sin embargo, la vida sigue. La economía debe reactivarse, las ciudades no pueden permanecer detenidas para siempre. Estoy convencido de que no podemos vivir dominados por el miedo, pero tampoco podemos ignorar la fragilidad del momento. Encontrar ese equilibrio entre avanzar y protegernos es la verdadera encrucijada.
Entre todo esto, solo queda la gratitud. Porque pese a la incertidumbre, pese al encierro y a las preocupaciones, mi familia y yo seguimos aquí, sanos. No es poca cosa en tiempos como estos.
Deseo que este mal que azota al mundo entero pase muy pronto, quiero volver a la vida que teníamos antes. Quiero sentir esa misma confianza otra vez, quiero un planeta sano para mi hijo.
Quisiera creer que pronto podremos volver a la vida que conocíamos. Pero también sé que nada será exactamente igual. Lo único que nos queda es aprender de todo esto y, cuando llegue el momento, reconstruir con más conciencia, con más empatía, con más ganas de abrazar sin miedo.