Carlos Tovar

Análisis, opinión e historias

La frontera de los sueños rotos

Las fronteras, cuando se observan desde el poder, parecen líneas estratégicas. Pero cuando se viven desde abajo, se sienten como muros mentales, como heridas abiertas. El endurecimiento de las políticas migratorias en Estados Unidos está revelando una cara cada vez más cruda y desconectada de la realidad. No es solo el endurecimiento de la ley, es la corrosión del alma humana que genera. Migrar, para miles de personas, ha dejado de ser una esperanza y se ha convertido en una carga emocional tan profunda que algunos deciden volver, aunque eso implique regresar a los mismos infiernos de los que huyeron.

El testimonio de organizaciones como “Ayudándoles a Triunfar”, que trabajan directamente con migrantes en la frontera de Tamaulipas, expone una dimensión que pocas veces se incorpora en el debate político: la salud mental. La angustia, el miedo, la desorientación, son ahora parte del equipaje que traen consigo quienes huyen de sus países. Gladys Cañas Aguilar, presidenta de esta asociación, ha sido clara, lo que más golpea a los migrantes no es solo el rechazo en la aduana o el endurecimiento de las redadas, sino el pánico constante que ya se incrustó en su día a día.

En Matamoros, por ejemplo, ya no se habla solo de esperanza, sino de rendición. Hay migrantes que deciden autodeportarse. No lo hacen porque encontraron mejores opciones en sus países. Lo hacen porque no pueden más. Porque el sistema migratorio norteamericano los ha llevado al límite emocional. Esta decisión de regresar a la incertidumbre, al riesgo o a la pobreza, no nace de la razón. Nace de la desesperación. En muchos casos, es una forma de salvar lo que queda de su dignidad.

Estados Unidos tiene, por supuesto, el derecho soberano de cuidar sus fronteras. Eso no está en discusión. Pero cuando la soberanía se convierte en una muralla insensible, cuando los procedimientos pierden toda noción de humanidad, y se convierten en mensajes agresivos, el problema deja de ser jurídico y se convierte en ético. Las decisiones recientes, como el uso de vehículos con placas mexicanas en redadas, pueden parecer detalles logísticos. Pero en realidad siembran confusión y aumentan el miedo. Es como si la cacería ya no respetara ni siquiera el sentido básico de lo que es justo.

Lo que está en juego es más que la legalidad de una política. Está en juego el tipo de sociedad que se quiere construir. Una que levanta muros cada vez más sofisticados, o una que entiende que ningún país se construye cerrando puertas. Los migrantes no son una amenaza. Son parte de la fuerza laboral que sostiene, en muchos casos de manera invisible, sectores enteros de la economía estadounidense. Agricultura y servicios. Sin ellos, muchas actividades no funcionarían. Pero en lugar de reconocimiento, lo que reciben es persecución.

Mientras en la Casa Blanca se discuten prohibiciones y nuevas órdenes ejecutivas, en la frontera mexicana se sienten los ecos. Y no es solo un problema de los migrantes. Lo es también para las comunidades del norte de México, que están viendo crecer, sin herramientas suficientes, una población flotante que no puede ir ni regresar. Trump decide en Estados Unidos, pero el impacto lo absorbe en gran parte nuestra frontera. La contención migratoria en territorio mexicano ha generado nuevos retos para gobiernos locales que no tienen ni el presupuesto ni la infraestructura para atenderlos.

La política migratoria, al volverse más agresiva, también se ha vuelto más contradictoria. Por un lado, se implementan redadas más duras. Por otro, se cierran las puertas de asilo. Y al mismo tiempo, se reconoce que muchos migrantes son indispensables para la economía. Esa lógica disfuncional es la que está produciendo efectos colaterales de largo plazo, como la fragmentación social, aumento de vulnerabilidades y una sensación cada vez más extendida de que el sistema ha dejado de tener sentido.

Estamos en medio de un capítulo inédito de la historia; Estados Unidos está dejando de ser un sueño, una esperanza para quienes antes veían el norte como la solución laboral o de ingresos para sus familias, esa derrota hoy se ve como una desesperanza creciente en nuestro país y en toda Latinoamérica. 

México no es responsable del diseño de esa política, pero sí está en medio de sus consecuencias. Y aunque el gobierno federal ha evitado un discurso confrontativo, las señales están ahí. La presión para contener migrantes en el sur, los acuerdos bilaterales de cooperación en seguridad fronteriza, y la falta de filtros de revisión realmente eficaces, están creando una mezcla que tarde o temprano estallará en forma de crisis humanitaria.

No se trata de culpar a nadie. Se trata de entender que estamos en un punto de inflexión. El futuro inmediato no pinta fácil ni para los migrantes ni para los gobiernos. El retorno forzado de personas a países con violencia estructural o sin garantías básicas es, en muchos casos, una condena. Pero mantenerlos varados, sin acceso a servicios ni estatus definido, también lo es. Y Tamaulipas, como frontera viva, está justo en el centro de esa tensión.

Lo que dicen los informes, lo que denuncian las organizaciones y lo que se percibe en las calles de Matamoros o Reynosa no puede seguir ignorándose. La salud mental de los migrantes está quebrándose. En internet se ven imágenes de fronteras como la de Tijuana, donde muchos caen en los vicios y las drogas, perdidos, abatidos, golpeados, derrotados por un sistema en el que parecen ser hijos e hijas de nadie.

Y eso es un reflejo de que el sistema migratorio también lo está. La pregunta ya no es si Estados Unidos debe o no permitir más migrantes. La pregunta es si puede seguir tratando este tema como una guerra interna cuando lo que hay enfrente son personas que solo quieren vivir.

En el debate global las políticas migratorias se están convirtiendo en un espejo de nuestras contradicciones. Pedimos legalidad pero ignoramos la urgencia humanitaria. Reclamamos orden pero sembramos caos. Hablamos de soberanía pero olvidamos la responsabilidad compartida. El endurecimiento de la frontera puede frenar el paso de cuerpos, pero no detiene la desesperación de quienes cruzan con el alma en ruinas.

Y en medio de todo esto, está la frontera norte de México, recibiendo sin reclamar, absorbiendo sin pensar en el colapso, y sosteniendo un problema que nadie quiere asumir. Los gobiernos cambian. Las elecciones pasan. Pero la ruta migrante sigue ahí, más viva y más herida que nunca.