Mirar atrás, avanzar hacia adelante

La memoria no es simplemente un lugar donde guardamos hechos, es más bien un campo de batalla donde luchan nuestras emociones e identidad. 

Ahí, en ese terreno en conflicto, se mezclan nuestros recuerdos con los pensamientos que nos definen. Hay fragmentos del ayer, que aunque queramos, no se desvanecerán, se quedan ahí. 

Permanecen como imágenes congeladas, atrapadas en el tiempo, y a veces basta solo un detalle, cualquier cosa, para que ese pasado despierte, y no como cosa sencilla, sino como un torrente de emociones que fueron liberadas.

Fue esa foto, esa imagen que envió mi hermano, la que prendió fuego a la montaña de mis más tristes tempestades. No veía desde hace años esa imagen y sin evitarlo me remontó a una época que marcó mi vida. 

Esa foto me llevó al instante a un lugar profundo de mi memoria, donde habita el niño que fui. Esos momentos, creo, siguen ahí esperando ser vistos con ojos nuevos. 

Ese niño enfrentó más de lo que cualquier pequeño debería, sin buscarlo, la vida le enseñó, a través de lecciones duras, crueles, inevitables; la fuerza necesaria para sobrevivir. 

En esos días el mundo fue más grande de lo que podía comprender, y para decir la verdad, muchas veces más oscuro de lo que podía manejar. Había momentos en los que la angustia y el miedo parecían aplastarme.

Incluso en los momentos más difíciles, algo dentro de mí seguía buscando la luz, y la encontraba a través de lecturas, juegos, en los sueños de escape, con los amigos del barrio.

Recuerdo aquella casita celeste, mi trinchera de lágrimas refugiadas en el silencio. Ahí, como fuera, se construía mi propio mundo; el refugio ideal cuando nadie me rodeaba. En la soledad era un espacio que me protegía cuando nadie más lo hacía, pero también fue mi cárcel involuntaria, atrapado en emociones que en ese entonces no sabía nombrar.

Aún así, debo reconocer que esa búsqueda de luz es lo que me ha traído hasta aquí. 

¿Qué le diría a ese niño?, me golpea esa pregunta de nuevo, se clava directamente con el niño que fui.

Le diría que es más valiente de lo que cree, que estoy orgulloso de él, que aunque parezca que todo es oscuridad, hay luz dentro de él que nunca se apagará. Le diría que no está solo y que si pudiera defenderlo, lo haría sin pensarlo. Le diría que cada lágrima, cada miedo y cada momento difícil serán parte de su historia, pero esa misma historia lo llevará aún más lejos de lo que pueda imaginar. Aunque no lo entienda en este momento, un día volteará hacia atrás y se sentirá orgulloso de lo que logró. Que nunca deje de soñar, de sonreír, que la vida tiene muchas cosas buenas que están esperándolo. 

A ese niño pequeño de la foto quiero decirle que lo hizo bien. Que tomó lo que tenía y zarpó a mejores puertos. Y que hoy, cada paso que doy, es en honor a su valentía, a sus ganas de vivir. 

No siempre puedo responder esa pregunta del todo bien, pero he aprendido que no hay vergüenza en eso. Uno tiene que abrazar su mierda y seguir adelante. Es importante trabajar con todo ese peso. 

En esta nueva oportunidad con este asunto, entendí algo que siempre vuelve a mi; todos llevamos fotos en blanco y negro en nuestras memorias, momentos que definieron quiénes somos. 

No podemos cambiar lo que pasó, pero podemos aprender a ver esos recuerdos con compasión y usarlos para crecer. 

En la vida casi nada sale exactamente como esperamos, siempre hay desafíos, unos más fuertes que otros, y llegan sin importar la edad, las circunstancias económicas o quiénes somos.

Al final, somos más que nuestras cicatrices: somos nuestra capacidad de seguir adelante. No somos el peso de los recuerdos, sino lo que hacemos con ellos. 

Somos la fuerza que construimos al seguir viendo al frente, dejando que esas cicatrices cuenten nuestra historia, no como heridas, sino como marcas de un mapa que nos llevó aquí.