La diferencia de estratos sociales en México está más presente que nunca. La realidad que se vive en las calles nos exige un compromiso mayor en el combate a la desigualdad. Sí, en 2020 esto sigue existiendo, y desafortunadamente, sigue siendo un tema tabú para muchos.
Todos los días surgen temas relacionados con el apoyo a los más necesitados. Se presentan ideas y proyectos del gobierno en todos los niveles y de organizaciones no gubernamentales, nacionales e internacionales. Reflexionemos un minuto: ¿de qué han servido tanto discurso, tanta planeación y política?
Enfrentemos la realidad de una vez por todas: no se ven avances. Más de 50 millones de personas siguen siendo pobres, y continúan siendo rechazadas.
Desde que tengo memoria, siempre he escuchado sobre lo extensa que es la miseria. Al pensarlo, me surgen muchas preguntas sobre este asunto.
¿Por qué no avanzamos en la lucha contra la pobreza? ¿Ser de bajos recursos es una herencia maldita o una sentencia de muerte? ¿Hasta cuándo nos resistiremos a dejar el clasismo? ¿Nunca hablaremos con honestidad acerca de lo ineficaces que son los programas sociales?
Pensemos un poco en lo terrible que la pasan miles de familias que sufren para conseguir lo básico, lo vital, como es el alimento. Los que tenemos la fortuna de tener techo y comida en casa nunca sabremos con exactitud lo que es vivir ese laberinto de penas. Lamento que siempre prevalezcan los prejuicios, y que nunca nos pongamos en los zapatos de quienes lo sufren.
Esto es de dominio público desde hace décadas. En realidad, ¿qué hemos hecho como sociedad para salir de ese hoyo? Creo que todos hemos sido omisos, y quizás cómplices de este conflicto social.
No sé si valga la pena señalar que unos son más responsables que otros. Cuesta aceptarlo, pero me atrevo a decir que es una verdad innegable. Muchos se han alquilado políticamente para acabar con este mal y han fallado. Lo que es peor: ni siquiera lo han intentado. Y otros, como yo, observamos desde la barrera, sin poner un solo grano de arena para colaborar con nuestra gente.
Me pregunto si esto último se trata solamente de empatía, de solidaridad, o si hablamos de un arraigo cultural en el país: apartar a los jodidos y olvidarnos de su existencia, alejarlos de los que no viven entre carencias. Se oye terrible cuando lo escribo, pero como muchos mexicanos, he sido testigo del desprecio hacia la gente que menos tiene. El clasismo es real y no nos atrevemos a hablar de ello.
Una manera segura de evadir la responsabilidad es culpar a los gobiernos por este problema, y quizás en buena parte sea cierto. Sin embargo, la mayoría tampoco hemos colaborado en nada. En nada.
Ante esto, podemos argumentar que no es culpa nuestra. También es cierto. Pero, presenciando estos hechos, pregunto de nuevo: ¿valdría la pena ayudar? Para mí, la respuesta es obvia. No obstante, del dicho al hecho, hay mucho trecho.
Ser pobre es sinónimo de muerte porque el acceso a la salud es más difícil. Ser pobre es no tener el mismo acceso a la educación que los demás. Es un camino perfecto hacia la delincuencia porque la falta de oportunidades obliga a muchos a delinquir. Y muchas veces, ser pobre significa no alcanzar el precio de la justicia, la calidad de vida y los servicios básicos dignos.
Nacer pobre es estar condenado a un círculo de vida del que es terriblemente complejo salir.
Las diferencias nos separan, no nos unen. Hoy, México está dividido en muchos sentidos, pero la división más añeja, más brutal y más vergonzosa, es la pobreza. Y mientras sigamos ignorando este problema, seguiremos siendo cómplices de un país roto.